lunes, 20 de enero de 2020

Retomo el blog.

Como por el momento mi actividad escénica y audiovisual se encuentra detenida en contra de mi voluntad hasta nuevas oportunidades, que espero yo que no se retrasen demasiado aunque ya comienzo a inquietarme moderadamente, compartiré aquí algunos textos, reflexiones y cosas varias para entretenerme un poco y de paso ejercitar eso tan ambiguo y maravilloso que se llama intelecto.
Acá cuelgo este texto que escribí hace 1 año y que habla un poco de quién fui en otras vidas.
Un abrazo a todos y que lo disfruten!




Praga De Mis Fantasmas 
Viajé por primera vez a Praga, la capital de los checos, en 1991. 
Yo nunca había salido de mi país y aquello fue un verdadero premio. Encerrado desde siempre en la isla, rodeado de mar y utopías irrealizables sobre el hombre y sus causas y sus luchas y sus sacrificios, asumí este primer viaje a la Europa de mis lecturas y pesadillas casi como un milagro, y de milagros y hallazgos estuvo lleno. Desde el vuelo en aquel avión enorme, sacudido  por las turbulencias y los tortazos de niebla que se deshacían contra el cristal de la ventana, hasta el amanecer visto desde el aire con su sol rojo sangre apareciendo al final de una llanura que más que de nubes parecía de piedras,  desde la escala en el aeropuerto de Madrid, convertido en un basurero a consecuencia de una huelga de trabajadores de la limpieza, hasta mi llegada a una Praga azulada por el atardecer, me sentí  dueño de los aires y las tempestades. Sentía que todo era mío y que podía disponer del mundo a mi capricho.¡Somos tan ingenuos a veces! «A eso se le llama síndrome del viajero», me dijo un alemán taciturno que viajaba a mi lado  y que regresaba a Europa desde La Habana, «Te auguro muchos viajes», concluyó, con su español de perro hablador, «Este es mi último, me voy a Munich a morir». Ya en Praga, mi sentimiento fue de extraña cercanía, como si hubiese recorrido una y otra vez sus callejones góticos en una ráfaga de invierno. Amante como soy del claroscuro y la sombra, cosa rara pues nací en una isla quemada por la luz, el país de los checos se me hizo asombrosamente cercano. Hasta el idioma, impronunciable, no me sonaba raro sino familiar, desempolvado de algún cajón de mi conciencia, como un impulso secuestrado que de súbito estallase. A mi paso, aquella tierra milenaria y doliente desenrollaba sus bellezas de estatuas doradas, pórticos, pináculos de iglesias y ventanas cerradas como tapices primorosamente bordados a lo largo de los siglos. Toda la ciudad era un teatro magnífico de marionetas y negrura, de músicos, miniaturistas y autómatas, de estucados, porcelanas translúcidas y arabescos florales… Pero algo extraño latía detrás de la belleza, algo innombrable y sucio, como la sangre cuajada. Yo no me asustaba. Y no me sentía como un turista sino como uno de ellos. Ah, magnífica sensación de pertenencia. La ciudad de Praga, con su castillo y sus fantasmas, con su reloj y sus apóstoles, con sus esqueletos asesinos y su gallo cantor terminó de dibujar lo que las lecturas ya habían apuntado con fuerza en mí razón: la convicción de que «Otro yo» había desandado esas callejuelas con los alquimistas o había suspirado en el cementerio judío de Josefov mientras ardían en las plazas las brujas y los magos condenados por la inquisición . Ese «Otro yo» habitaba la urbe en cualquiera de sus épocas y vivía allí como pañero, tendero o fabricante de relojes. Tal vez, en su dimensión eterna, estuviese a mi lado colocando los diamantes  a un reloj. Ese «Otro yo» tenía mi rostro, mis manos y mi cojera… Allí, en medio de tanta gente, me diluí en una soledad espesa de notas musicales y aromas de panes horneados, de tictacs y candelabros de ocho brazos. ¡Es lo que tiene transitar por las edades, nada nos resulta ajeno! Todas las  sensaciones que  compartí con Praga, y soy consciente de esto último, no las compartí en la ciudad sino con la ciudad, algunas de ellas por primera vez, como la sensación de pertenencia, tuvieron su confirmación años después cuando mi abuela materna me contó, en una tarde de aguacero, que sus abuelos, llegados a Cuba provenientes de España en un vapor lleno de hambre y piojos, no eran de origen ibérico sino judío, de la Europa central, de la zona de Bohemia, de los judíos llamados azquenazí. Una parte de estos azquenazís peregrinaron a la península  y  un par de siglos más tarde se convirtieron al cristianismo, “Sin dejar de ser judíos en su alma y para evitar que los católicos los expulsasen de su amada Toledo”…¡Ah, entonces…! “Total, me dijo mi abuela, cuatrocientos años después vinieron para Cuba y ninguno quiso volver a España. El otro brazo familiar, el que no emigró nunca, se quedó en Bohemia". 
Es casi seguro que esta rama haya desaparecido del todo. Los últimos de  mis judíos de Bohemia, si llegaron siglo XX, quizás fueron víctimas del Holocausto, como tantos. Los nazis asestaron al tronco familiar bohemio el estacazo final.
Lloré por ese «Otro yo» perdido y etéreo. Hoy yo también vivo en el exilio.  
He vuelto a Praga varias veces a encontrarme con mi judío errante, que me recuerda la fragilidad de nuestra condición humana pero también su vocación de habitante de todas partes y de ninguna, su  afán de resistencia.
Ya no lloro.
Al fin y al cabo nunca fenecemos.
Olvidamos que hemos sido, eso sí. Y es mejor, nos volveríamos locos. La eternidad devasta el raciocinio. Todas las épocas conviven a la vez, repitiendo sus errores y sus triunfos. Todos huimos  para regresar y luego para volver a huir, y de nuevo regresamos y otra vez volvemos a huir… así hasta el infinito.

1 comentario:

  1. Querido Raúl, que alegría encontrarte de nuevo, creí que andabas por Cuba o por esos mundos de Dios, sé que estabas pariendo un corto y ahí te perdi la pista.

    Viajé a Praga hace unos pocos años y aunque la ciudad me fascinó, sobre todo el teatro de Marionetas, los conciertos, la música en cada esquina... Los autómatas, las tiendas con escaparates frikis... El cementerio y el barrio judio... Me ha fascinado mucho más esta Praga filtrada por tus ojos, tu alma y tu manera de sentirla y hacerla tuya. Hermoso.

    Un abrazo grande, Raúl, y ahora no te vuelvas a perder, conservo el mismo correo y teléfono.

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